Biografía de Lutero (3ª parte)

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En su búsqueda de una piedad sincera y honesta había llegado a estar disconforme con algunas prácticas de penitencia de la Iglesia, y cuando a fines de 1517 sus feligreses le enseñaron unas cartas de indulgencia que habían comprado, pretendiendo librarse con ellas de ciertas consecuencias del pecado, ya no pudo quedarse tranquilo.

Alberto, príncipe de la casa de Brandeburgo, no sabía que, de algún modo (por ciertos favores obtenidos), hizo un acuerdo financiero con el papado. Lutero también ignoraba, que para asegurarse esta operación, León X había concedido a Alberto el privilegio de vender una indulgencia, el producto de la cual sería dividido en dos partes, una para pagar la deuda con los Fugger (banqueros de Ausburgo) y la otra iría a las arcas de León X.

Lo que sí sabía era que se suponía que todo el producto de la venta iría a parar a Roma, para la reconstrucción de la iglesia de San Pedro. Desconocía los entretelones de la operación, una de las más escandalosas de la Iglesia.

El Elector de Sajonia, demasiado inteligente para permitir que sus súbditos fueran sangrados por Roma, había rehusado autorizar la venta de dicha indulgencia en su territorio. Conocía bien el viejo proverbio: “¡Cuando se acerca Roma, aprieta los cordones de tu bolsa!”. De manera que la gente de Wítemberg no podía comprar las indulgencias en su ciudad; pero eso no era obstáculo para conseguirlas, pues era fácil trasladarse a Zerbat o a Juterborg, villas cercanas, y adquirir allí sus billetes de indulgencia.

Juan Tetzel, prior del convento de dominicos de Leipzig, estaba vendiendo la indulgencia, y cuando entró en Juterborg, con increíble audacia, aseguró a los sajones que podían comprar la remisión de todas las penas impuestas por la ley de la Iglesia; y que también podía comprar la remisión de las penas que deberían cumplir en el purgatorio por sus pecados. Aún más, con fingido sentimiento y brutal hipocresía, pintó ante la imaginación de sus oyentes los sufrimientos de sus queridos deudos en el purgatorio, y les dijo claramente que podían librarlos de esos padecimientos con unas cuantas monedas.

Embaucados así, los ignorantes y sencillos alemanes que Lutero consideraba como ovejas de su rebaño, creyeron que podían comprar así la salvación.

Lutero vivió un combate furioso en su mente y corazón. ¿Cómo podían los jefes de la Iglesia actuar de esa manera? ¿Era que no comprendían hasta dónde llegaba el poder papal y cuáles eran sus limitaciones? ¿No sabían que la gracia de Cristo no estaba en venta… o era que, en efecto, como se decía, en Roma todo estaba en venta?

Indignado, pero sin perder la serenidad mental, redactó tranquilamente noventa y cinco sentencias precisas, cada una de las cuales era un punto discutible dentro de la gran cuestión del oficio de la penitencia, con referencia particular al valor de las indulgencias. Estas eran cosas que él creía debían ser aclaradas, y él, como maestro de Teología, poseedor del sagrado derecho de esclarecer las Escrituras, estaba en condiciones de expresarse.

Así, el 31 de Octubre, estando Wítemberg colmado de gente, porque era el día del aniversario de la iglesia catedral, él fijó sus noventa y cinco tesis, con un breve preámbulo, en el tablero de anuncios de la Universidad.

No fue como si hubiera tomado el martillo, símbolo de la revolución, para golpear las puertas de la iglesia, simbólicas de la Iglesia misma. Muy por el contrario. Era un simple profesor de teología y predicador popular, que llamaba a sus colegas, en correcto estilo académico, a discutir sobre cuestiones fundamentales para su generación.

Pero no estaba preparado para la torrentosa reacción que estas tesis sobre las indulgencias habrían de provocar en toda Europa.

Una noche, a mediados de noviembre de 1517, Hans Luther (su padre), sentado junto a su casa en Mansfield, recibió de manos de uno de sus más íntimos amigos, un folleto llegado de Wítemberg, en el que pudo leer una copia de esas noventa y cinco tesis.

El original era de puño y letra de Lutero, pero los impresores de Wítemberg habían publicado rápidamente en latín y griego, y ahora corría por toda Alemania.

Mientras leía estas declaraciones, a Hans Luther le temblaba el papel en las manos al tiempo que una gran excitación se apoderaba de él al comprender con fuerza aplastadora, que su hijo estaba desafiando a la institución más poderosa de la tierra en aquel entonces.
Sus ojos se posaron nuevamente sobre la página:

“82. … ¿Por qué el papa no vacía el Purgatorio por puro amor santo… ?”

¡Martín tenía razón! Si el papa podía ayudar a los que estaban en el Purgatorio, entonces la caridad debía moverle a hacerlo.

La Iglesia no aguantaría que la desenmascaren así. Pero era efectivamente un abuso de la Iglesia el que hiciera tales cosas, y se sintió enardecido al pensar que su propia carne y sangre tenía tal coraje.

Ahora ya, no sólo Mansfield estaba alborotado, sino toda Alemania y aún Europa.

Y así, el tranquilo, fuerte y tenaz maestro de Wítemberg se encontró súbitamente convertido en el jefe de la reacción de medio siglo de descontento, al frente mismo de una campaña para esclarecer el Evangelio y reformar la Iglesia.

Lutero no tenía intención de encubrir ninguno de sus actos. Simultáneamente con la publicación de sus tesis, escribió a Alberto, el responsable de la venta, la siguiente carta:

“Gracia y misericordia de Dios y de todo cuanto pueda ser y es.
Perdonadme, muy Reverendo padre en Cristo, e ilustre Señor que yo, el más humilde de los hombres, me atreva a dirigir una carta a vuestra alta grandeza…
Se pregonan por ahí indulgencias papales para la construcción del templo de San Pedro, con vuestra ilustre anuencia. No censuro los sermones que acerca de ellas se han predicado pues no los he oído; pero lamento que la gente haya concebido acerca de ellas las más erróneas ideas. Ciertamente creen esas almas infelices que si compran el perdón tienen segura la salvación; asimismo que las almas del purgatorio salen volando en cuanto depositan el dinero en el arca. En síntesis, que la gracia conferida es tan grande, que no hay pecado que no pueda ser por ellas perdonado ni siquiera, como dicen tomando un ejemplo imposible, el de violar a la madre de Dios. Creen también que las indulgencias les libran de toda pena y culpa.
¡Dios mío! así son conducidas a la muerte las almas confiadas a vuestro cuidado, Padre, por las cuales vos tenéis una crecida y terrible cuenta que pagar…
¿Qué menos podría hacer yo, ilustre Príncipe y excelente obispo que rogar a vuestra Reverencia, por amor del Señor Jesucristo, que retiréis de inmediato vuestras Instrucciones a los Comisionados, imponiendo otra forma de predicar a los que proclaman tal perdón de pecados, no sea que al fin alguien se levante y los refute junto con sus Instrucciones para vergüenza de vuestra Alteza? Yo desapruebo esto vehementemente, mas temo que suceda, a menos que esta injusticia sea rápidamente reparada…

Vuestro indigno hijo.
Martín Lutero
Agustino, Dr. en Teología

Alberto, al recibir esta carta, inició un movimiento de oposición a Lutero por su acción, llevando el asunto a Roma, pues Lutero había minado la confianza del pueblo y la venta de indulgencias estaba muy restringida últimamente. Pero el jefe de la Iglesia en Roma no estaba en disposición de ánimo para atender una controversia sobre la práctica de la piedad.

Lutero escribió al papa en mayo de 1518. Le decía cómo había aceptado siempre la autoridad del papado y no deseaba en modo alguno entrar en el terreno de la herejía; pero que la reciente indulgencia papal había difundido el escándalo y la burla, y él se había sentido impulsado a protestar contra esos abusos. Ahora sólo deseaba que el papa entendiera su posición y que prestara cuidadosa atención a los asuntos en cuestión. Pero para prestarles atención era precisamente para lo que no estaba preparado Leon X. de modo que dejó que la situación siguiera desarrollándose al azar.

El intento de dominar a Lutero comenzó, como era de esperar, a través de su Orden, León pensó que las tesis habían sido escritas por un monje beodo, que estando sobrio vería las cosas con más claridad, y así encomendó al General de la Orden agustina la tarea de apagar el fuego de la rebelión.

En consecuencia, el asunto fué llevado ante la asamblea de la Orden, en Heidelberg en mayo de 1518. Lutero estaba presente, así como también su amigo Staupitz. Allí los hermanos discutieron tranquilamente y sin violencia la posición del acusado.

Lutero habló explicando sus tesis. Encontró que algunos de los hermanos compartían sus ideas y otros no, por lo cual, no queriendo envolver su Orden en una cuestión tan seria, renunció al cargo de Vicario de Distrito.

No hubo en el capítulo de Heidelberg ninguna indicación de cambio alguno en la posición de Lutero. Luego de la reunión regresó a Wítemberg, y allí aguardó los acontecimientos.

El 25 de agosto de 1518, entró a Wítemberg un joven de veintidós años, llamado Felipe Melanchthon. Iba a enseñar griego.

Lutero escuchó a aquel muchacho defender apasionadamente la orientación del plan de estudios alrededor de las humanidades y el Nuevo Testamento. Entre ellos se estableció inmediatamente una amistad que sólo la muerte habría de interrumpir.

La fina, sensible y precisa erudición gramatical de Melanchthon se unía ahora al poderoso y emotivo dinamismo de Lutero.

En ocasión de publicar Melanchthon un comentario a la epístola a los Colosenses, Lutero escribió en el prefacio:

“Yo soy rudo, turbulento, violento y enteramente belicoso.
Nací para pelear contra innumerables mounstruos y demonios. Debo arrancar tocones y piedras, cortar cardos y espinas, y allanar la selva virgen; pero el maestro Felipe llega suave y gentilmente, sembrando y regando con alegría, según los dones que Dios le ha concedido abundantemente”.

Roma no iba a dejar el asunto de lado. Pronto Lutero recibió orden de presentarse ante el representante del Papa en Augsburgo, el Elector había conseguido que se modificara una comunicación anterior en donde se le ordenaba comparecer en la propia Roma. Lutero sabía que entrar dentro de los dominios de sus enemigos era ir a la muerte. Así que se alegró cuando supo la alteración del plan.

Llegó a Augsburgo en octubre y se encontró con el General de la Orden Dominica, cardenal Cayetano, quien era celoso e inflexible por los derechos papales y estaba dispuesto a no dejar siquiera hablar a Lutero; éste, por su parte, había ido creyendo que podría defenderse, de modo que, en esta contradicción, no llegaron a ningún acuerdo.

El mismo Martín describió después cómo había tratado de contener las continuas contradicciones e insultos de que le llenó el cardenal, gritando cada vez más fuerte, hasta que él mismo olvidó toda moderación y le gritó también, terminando la conferencia en completa desinteligencia. El cardenal le exigía una retractación. Lutero pedía una discusión del asunto. El cardenal lo acusaba de herejía. Lutero lo desafiaba a probar que fuera herética cualquier declaración de su tesis. Y el cardenal fue incapaz de hacerlo.

Tuvieron dos encuentros más con idéntico resultado. Ningún acuerdo fue posible. Ni Lutero se retractaba, ni el cardenal dejaba de exigirla.

Juan Eck, profesor de Teología en la Universidad de Ingolstadt, monje dominico, extraordinariamente hábil en el debate, desafió a Lutero y a su colega de Wítemberg, Andrés Bodenstein, a una discusión pública en Leipzig.

Los problemas no estaban del todo claros, pues no siendo Lutero hereje no podía ser clasificado como tal. Pero si Eck podía arrancar a cualquiera de los dos alguna declaración herética, Roma podría silenciarlos a ambos (a Lutero y a Bodenstein). En esto Eck era maestro.

El ambiente era contrario a Lutero en esta discusión. Muy inquieto emprendió el viaje, pero no iba solo. Con él, marchaban los profesores y el rector de la Universidad. Doscientos estudiantes armados escoltaban los vehículos. Cuando el grupo arribó a Leipzig la ciudad se llenó de un clima de revuelta.

El debate derivó hacia un terreno en el que Martín no quería entrar. Eck intentaba apartar la cuestión a situaciones del pasado, con la intención de que Lutero admitiera que era similar a la de los grupos heréticos de la historia de la Iglesia. Si lo lograba, podría calificar de hereje al profesor de Wítemberg. Probó con la historia de los valdenses, pero sin resultado. Luego habló de la actividad de Wyclif, pero Lutero no cayó en la trampa. Finalmente, trajo a colación la obra de Juan Hus.

Después de una expresión de opinión particularmente vigorosa por parte de Eck, Lutero le interrumpió diciendo: “Pero, mi buen doctor Eck, todas las opiniones husitas no son erróneas”.

Eck estaba alborozado. Contraatacó a Lutero diciendo que la Iglesia había condenado las opiniones husitas; que el Concilio de Constanza las había condenado; que el Papa las había declarado heréticas. Finalmente, llevó a Lutero a la condenatoria aceptación de que los papas y los concilios podían errar.

El debate de Leipzig terminó. Eck partió triunfante hacia Roma. Había desenmascarado a otro hereje.

Martín Lutero, la voz que había llegado a Leipzig como un grito de protesta y reforma dentro de la Iglesia, abandonaba la ciudad calificado como “hereje, rebelde, una cosa digna de escarnio”.

Lutero meditaba profundamente sobre los días amargos que le aguardaban. Pero no se sentía derrotado; los días de indecisión habían pasado; ahora podría desenvolverse en una forma descubierta.

A principios de verano, el 15 de junio de 1520, León X firmaba la bula “Exurge Domine”. Esta era obra de Eck, no de León. En ella se exigía la retractación de Lutero dentro de los sesenta días, bajo pena de excomunión. Afirmaba que la posición de Lutero al oponerse a la venta de indulgencias, era herética. Esta afirmación estaba en contraposición con el mejor pensamiento de la Iglesia Católica histórica.

En Wítemberg sobre todo, y dado que Martín había decidido actuar como si la guerra estuviese ya declarada, la bula tuvo un recibimiento real.

El 10 de noviembre, por la mañana temprano, los estudiantes pudieron leer la siguiente nota sobre su tablero de anuncios:

“Quienquiera que adhiera a la verdad del evangelio esté presente a las nueve en la Iglesia de la Santa Cruz, fuera de las murallas, donde impíos libros de decretos papales y teología escolástica, serán quemados de acuerdo a la antigua usanza apostólica, por cuanto la osadía de los enemigos del evangelio ha llegado a tal extremo que diariamente queman los libros evangélicos de Lutero. Acudid a este espectáculo religioso, juventud pía y entusiasta; ¡quizá sea este el momento en que el Anticristo deba ser revelado!”

Poco después, el propio Lutero encabezaba la marcha de los estudiantes y todo el cuerpo docente hasta un campo vecino. Allí se preparó una enorme fogata y uno de los profesores de la Universidad le prendió fuego.

Entonces, con su característica serenidad, Lutero echó al fuego los libros de la ley canónica como señal de que se libraba de las ataduras de ella. Luego, tomando la bula que exigía su retractación y echándola al fuego, dijo:

“Porque tú has humillado la verdad de Dios, Él te humilla en este fuego hoy. Amén.”

Apeló al pueblo a que se librara de la tiranía papal. Contradijo, en posteriores escritos, las famosas posiciones de Roma: de que los clérigos son superiores a los laicos en la dirección de la Iglesia, que sólo el Papa puede interpretar con autoridad las Sagradas Escrituras y que sólo el Papa puede convocar un concilio eclesiástico. Éstas, decía, son las tres murallas detrás de las cuales se ha parapetado siempre el poder de Roma, y todas ellas son insostenibles a la luz de la gran doctrina esencial del sacerdocio de todos los creyentes. No hay distinción esencial entre sacerdocio y pueblo, pues en realidad cada cristiano, espiritualmente, es un sacerdote.

En otro de sus escritos, “De la cautividad babilónica de la Iglesia”, Lutero mantenía la invalidez de todo sacramento que no pudiese hallar su justificación en el Nuevo Testamento, y partiendo de esta premisa, sólo se podía justificar la Eucaristía y el Bautismo.

Fiel a su promesa a Militz envió este documento a León X. Y acompañó el pequeño opúsculo con una carta que decía:

“De vuestra persona, querido León he oído solamente lo que es honorable y bueno… pero de la Sede Romana como Vos y todos debéis saber, es más escandalosa y vergonzosa que cualquier Sodoma o Babilonia, y por lo que puedo ver su maldad está más allá de todo consejo y ayuda, habiendo llegado a una situación desesperada y abismal. Me angustia ver que bajo vuestro nombre y el de la Iglesia Romana los pobres y todo el mundo son defraudados y damnificados. Contra estas cosas me he opuesto y me opondré mientras tenga vida, no porque tenga la esperanza de reformar esa horrible Sodoma romana, sino porque sé que soy deudor y siervo de todos los cristianos y que mi deber es aconsejarles y prevenirles.

Finalmente, no vengo ante vuestra Santidad sin un presente. Os ofrezco este pequeño tratado dedicado a vos como un augurio de paz y buena voluntad. Por este libro podréis ver cuán provechosamente podría emplear mi tiempo si esos impíos aduladores vuestros me lo permitieran. Es un libro pequeño en lo que respecta a tamaño, pero si no me equivoco toda una vida cristiana está reseñada en su contenido. Soy pobre y no puedo enviaros otra cosa, ni Vos tenéis necesidad de nada más que mis ofrendas espirituales”.

Esta carta y el panfleto habían sido enviados a Roma dos meses antes de la fogata de Wítemberg que señaló la iniciación de la rebelion abierta.

Continuará…

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