Maestra de Campo
Por la pereza del tiempo
el otoño estaba tibio,
ya que en el Chaco, el verano
es como dueño del sitio,
y a veces demora en irse
sin importarle el destino.
Por eso es que aquella tarde
cuando bajó a la estación
del lerdo tren que vino,
su cuerpito era una brasa
por nuestro clima encendido
y se quedó en el andén
como asustada y con frío,
por ser mucha juventud
pa’ terreno tan arisco.
A más, mujer, buena moza
y en pago desconocido.
Y allí se quedó parada
en vago mirar perdido
por querer disimular
su temor a estar tan sola
y sin saber el camino.
Pero al momento nomás,
las toscas manos de un gringo,
callosas de tanto arar
y de pelearlo al destino,
se acercaron bondadosas
y con ternura de niño,
le dieron la bienvenida
en nombre de la escuelita
que hace mucho la esperaba,
triste en medio del monte,
para alegrar a sus hijos.
Subieron al viejo carro
de aquel colono sufrido,
y comenzaron a andar
entre una nube de polvo
por el reseco camino.
Cuando llegaron al rancho
la noche ya había encendido
sus farolitos del cielo
y el canto arisco del grillo.
Y fue por eso, tal vez,
que entre las cuatro paredes
de aquel su humilde cuartito,
una angustiosa tristeza
entraba a clavar cuchillos
como queriendo matar
esa noble vocación
que en su pecho había nacido.
Pero le llegó la mañana,
y el sol con todo su brillo
desdibujó las tinieblas
que habían querido torcer
las huellas de su destino.
Y aunque llorando por dentro,
masticando soledad
en aquel lejano sitio,
puso firmeza en el paso
y fue a buscar el amor
de aquel puñado de niños
que hace mucho esperaban
en la escuelita de campo
clavada en Pampa del Indio.
Y desde entonces su vida
se hizo horcón de guayacán,
se hizo paredes de adobe,
se hizo terrón para el quincho.
Y armó con todos sus años
aquel rancho para el alma,
con un letrero invisible
que decía en letras de amor:
aquí hay saber y cariño.
Y fueron treinta los años.
Y fueron muchos los niños
que luego se hicieron hombres
y mandaron a sus hijos.
Ella no pudo tenerlos
porque la flor de su vida
se marchitó entre los montes
y nunca llegó el amor
a golpear en la ventana
de su rancho de cariño.
La escuela le había pedido
hasta ese sacrificio:
que se quedase soltera,
porque precisaba intacto
todo el amor que tuviera
para entregarlo a los chicos.
Y en eso de darlo todo,
un tibio día recibió
en una nota oficial,
algo que la estremeció:
después de mucho esperar
el Consejo le anunciaba
que había sido jubilada
en premio por su labor.
¿Era premio o era castigo? -
mil veces se preguntó.
“No se vaya señorita,
quédese a vivir aquí,
si nosotros la queremos,
¿por qué se tiene que ir?”.
Esas voces, y unas manos
que se agitaban sin ruido,
fueron únicos testigos
de aquella amarga partida.
Ella entraba en el olvido.
Allí dejaba sus años,
allí dejaba su vida.
La polvareda del sulky
y manitas color tierra,
fueron su único homenaje
en aquella despedida.
Adiós, señorita Rosa…
Adiós, maestra de campo…
En Usted a todas les canto,
los maestros de mi tierra.
No sé si mi estrofa encierra
y expresa lo que siento.
Pero tan sólo pretendo
oponer a tanto olvido
mi simple agradecimiento,
ya que la Patria les debe
el más grande y merecido
de todos los monumentos.
Autor: Don Luis Landriscina.
Autor: Don Luis Landriscina. Humorista, Contador de cuentos y anécdotas.
Este texto fue rescatado del libro “De todo como en galpón” de editorial Imaginador. Libro que el autor dedicara (entre otros) a la ternura de sus padres adoptivos: Doña Margarita y Don Santiago.
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